jueves, 1 de noviembre de 2007

El hombre que todos debemos ser

Debo confesarlo, conozco muy poco sobre William Shakespeare, Moliere, las tragedias griegas, Otelo, Hamlet, o Romeo y Julieta. Tampoco sé sobre proyección de la voz, actuación, ni el método Stanislavski. Sólo sé que conocí a un hombre en el que la historia del teatro, su esencia, su magia, y las emociones que allí se experimentan se reunían, convirtiéndose en la piel, los huesos y los vellos que conformaban su cuerpo.
Un hombre de teatro, de literatura, de música y de títeres. Un hombre de risas y de ocurrencias, que ante los ojos de los demás ocultaba sus posibles tristezas y soledades, para reconfortarnos siempre con sus salidas brillantes y su picardía de niño grande, cubierta –sin embargo- de una sabiduría innegable. Un hombre de alta sensibilidad y un amplio bagaje cultural, experto en el arte de las tablas y del amor al prójimo.
Maestro de maestros. Ejemplo de entrega desinteresada y de desprendimiento material. ¿Por qué los seres humanos insistimos en aferrarnos a las cosas banales, superfluas, que aunque quizás hagan la vida más cómoda, no la hacen realmente placentera y exitosa?
Quienes tuvimos la dicha de conocerlo, sabíamos que podía maravillarse ante la sutileza de una imagen, la armonía fonética de una palabra o la intensidad de un texto. Acostumbrados a verlo en el lugar de siempre, preguntábamos por él al no encontrarlo donde era de esperarse. Ahora se fue; ya su físico no está con nosotros, pero su recuerdo y su grandeza espiritual permanecerán imborrables en nuestros corazones y en nuestras mentes.
Quienes algunas vez cruzamos pocas o muchas palabras con él, seguro recordaremos alguna frase brillante o un piropo bañado de la poesía que de sus labios brotaba de manera incesante.
Tal vez no se lo dije en vida, pero estoy segura que el respeto, la admiración y el afecto que sentía por él lo experimentó varias veces mientras conversábamos o simplemente lo escuchaba.
Discúlpeme profesor, pero ahora ya no lo extrañaremos cuando no lo veamos en su silla leyendo el periódico o preparando el café; pero es que no se puede extrañar a un hombre que se quedó en nuestra alma y que nos acompañará hasta el fin de nuestros días y más allá. Él se fue, pero nos quedan sus comentarios graciosos, sus juegos de palabras, sus lecciones de vida, su sonrisa barbuda y su inimitable ejemplo de humildad y de grandeza…¿Qué más podemos pedir si nos quedó la magia infinita de Carlos Miranda?

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