jueves, 1 de noviembre de 2007

Mi aporte femenino

Amigo(a) lector(a), aunque quizás conozca mi nombre y tal vez mi rostro, se imagine el tono de mi voz o las curvas de mi cuerpo, lo que realmente deseo es que sepa que en algún lugar del planeta hay una mujer llamada Ana, con muchas ideas que expresar.
Ana, como la madre de María y como la heroína del Zulia. Ana, una mujer en toda la extensión de la palabra. Pero ese es sólo un nombre, igual puedo llamarme Claudia, Lorena, Adriana, Frida, Manuela, Teresa, Violeta, como tantas otras… Lo que debe saber es que soy una mujer, y sólo por eso merezco respeto.
Joven profesional y luchadora como las venezolanas en general. Con miles y miles de sueños por realizar, pero entre tantas aspiraciones, hay una en especial que trato de cumplir con cada palabra, cada respiro y cada gesto que brota de mi ser: dignificar a la mujer. ¿Cómo lo puedo lograr? Pues respetándome y demostrando a los demás mi valía. Pero sobre todo, como periodista, promoviendo el respeto hacia la mujer en todas sus dimensiones: física, espiritual, moral y psicológica; así como en todos sus roles: el de madre, esposa, amante, hija, hermana, abuela, tía, sobrina, madrina, amiga, trabajadora, vecina y ciudadana.
Si como periodista soy capaz de ayudar a otras mujeres a que reconozcan su valor como persona y dejen aflorar su riqueza interior, entonces no escribo en vano. Una mujer que se respeta y mantiene una autoestima elevada a pesar de las circunstancias que le rodean, es capaz de tomar la decisión de deslastrarse de todo aquello que le estorba, que le impide alcanzar la felicidad. Y ese obstáculo puede ser un hombre. Un individuo que la veja, la ofende, la minimiza como ser humano, a veces sin necesidad de levantar un dedo, sólo con un insulto, una ofensa o un grito.
Nadie merece ser humillado, mucho menos una mujer. Por qué irrespetar la condición femenina si gracias a ella estamos en este mundo. Una dama maravillosa nos anidó en su vientre durante nueve meses, siendo capaz de alimentarnos y darnos calor, para luego mostrarnos la luz pese al dolor físico que eso representaba.
Años atrás, siendo más joven, me correspondió presenciar actos violentos contra una mujer de mi entorno. A veces bastaba con una palabra ofensiva o una prohibición de salir, pero otras, el asunto se escapaba de las manos y se convertía en un pellizco, un jalón en el brazo, un empujón o un manotazo. Era indignante, y aunque preguntaba y exigía una explicación sobre por qué aguantar ese trato, la respuesta siempre era la misma: Lo quiero y no deseo quedarme sola.
Pasó el tiempo y la situación empeoró, además de ofensas y golpes, se descubrieron mentiras, infidelidades y hasta un matrimonio secreto. Ella no aguantó más y terminó con tan destructiva relación.
Hoy, cuando lo analizo, descubro que el problema no sólo era él, ya que continuó siendo el mismo de siempre: posesivo, abusivo y violento. El problema también era ella; había algo en su interior que le impedía ser realmente feliz, pues creía que debía estar al lado de un hombre –cualquiera- para sentirse plena, aunque tuviera que aguantar lo insoportable.
Actualmente ella es otra, está graduada, trabajando, criando a su hermoso hijo, y demostrándole al mundo –y a sí misma- el poder de la independencia. Definitivamente la magia estaba ahí, en su corazón, en su alma, sólo debía saber dónde buscarla: en ningún otro lugar más que dentro de ella misma.
Por eso, cuando escribo acerca de lo maravilloso de ser mujer, pretendo que mis lectores, sin distingo de sexo, edad, raza o religión, reflexionen y busquen en su interior las miles de razones que existen en el mundo para amar y honrar a las representantes del sexo femenino.

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