jueves, 1 de noviembre de 2007

La ciudad ( I )

Anclada a orillas del mar, la ciudad era conocida por sus hermosas playas y su pujante actividad comercial. Los numerosos turistas que la visitaban quedaban maravillados por sus paisajes, la calidez de su gente y el crecimiento inminente de aquella tierra, pero se marchaban decepcionados de sus pésimos servicios básicos y la pobreza de su infraestructura turística.
La delincuencia imperaba en el sitio, lo que antes era una ciudad tranquila, apacible, con la llegada del comercio y el crecimiento económico se convirtió en un lugar sin ley, sin seguridad: una triste parodia de desarrollo.
Sus gobernantes, como en otras tantas ciudades del mundo, no eran quienes aparentaban ser. La mentira, la envidia, la maleficencia, la estafa, el robo, la corrupción y la extorsión eran su punta de lanza, aunque ante el electorado trataban de irradiar un aura de honestidad y bondad.
Los que habían ocupado distintos cargos en la administración pública ahora tenían puestos de mayor poder y responsabilidad, pero la ineptitud mostrada en su antigua gestión, junto con la mediocridad y el nulo sentido de compromiso, los convertía en los payasos del circo en que se había transformado el gobierno.
Atrás habían quedado los pantalones todo terreno, las franelas de “precios solidarios”, las gorras, los zapatos de goma, el bolsito de explorador colgado a la cintura, y el andar por los pasillos de las sedes gubernamentales cobrando un salario sin trabajar.
Ahora, el puesto de alta jerarquía era acompañado de “un rediseño de imagen”: sacos de colores sobrios, camisas blancas o franelas de marcas reconocidas, pantalones haciendo juego, zapatos bien lustrados, lentes correctivos que brindaban un aire de sofisticación e intelectualidad, además de un léxico renovado y la presentación de proyectos, declaraciones a la prensa, participación en comisiones y visitas a las comunidades para hacer promesas que seguramente irían al baúl del olvido y de las obras inconclusas.
Nueva imagen, autos recién comprados, mucho bla bla bla, y lo mismo de siempre: pocos resultados y escaso esfuerzo, así como falta de amor, dedicación, empeño y honradez. Era como si en su código genético llevaran inscrito el facilismo, el jalamecatismo, la adulación, el engaño y el histrionismo. ¿Con qué basamentos podían ufanarse de sus actos si cuando fueron jefes de departamento o de oficina nunca cumplieron con sus obligaciones? “No dieron la talla”, decían algunos.
A pesar de esto, los habitantes albergaban grandes esperanzas y continuaban creyendo en sus políticos. Pero los gobernantes no merecían tal apoyo, pues no confiaban ni en sí mismos. Tras las “ayudas económicas a la comunidad” y “las obras de gran envergadura” existían negocios a puerta cerrada, pases de factura, cobro de comisiones, trámites ilícitos, desviación de fondos, entre otras marramuncias, lo cual demostraba la ausencia de ética, de valores morales, falta de conciencia ciudadana, pobreza de espíritu y amor desmedido por el dinero.
Pero esto no era novedoso. Hasta aquí todo normal. “De donde venimos también ocurre lo mismo”, “Esto es común en muchos países; en unos más que en otros, claro”, afirmaban las personas que visitaban la ciudad, y hasta los residentes en ella. Sin embargo, había un asunto que realmente dejaba atónitos a propios y extraños por igual: la ciudad no tenía niños.
Efectivamente, en aquella urbe existían pequeños seres con la edad, tamaño y fisonomía propia de los infantes, pero no se comportaban como tales. Parecían niños, pero no actuaban como niños. Se comportaban como adultos, hablaban como adultos y hacían cosas de adultos, sin realmente serlo. A pesar de eso, tampoco eran niños.

(Continuará…)

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