jueves, 1 de noviembre de 2007

“La llaman Josefa”

- “Aún no sé cómo llegué hasta aquí. Aunque, tal vez sí lo sepa. Estoy aquí porque yo misma me lo propuse, resguardada bajo las alas del Señor. El camino fue largo y duro, pero cada caída fue definitiva para estar donde estoy. Tenía miedo…mucho miedo…aún lo tengo….Pero no puedo dejarme vencer, debo seguir adelante y lograr el propósito. La guerra sólo se perderá si los hombres pierden su fe…no puedo permitirme eso…¡Ayúdame Señor!”.

Lejos de la tierra que la vio nacer, Josefa emprendió el camino hacia una victoria indiscutible. El sol, los cardones y la dulzura de sus frutos convertidos en flores, la inspiraban a continuar adelante a pesar de la lucha que siempre debió enfrentar desde el momento en que llegó a este mundo.

La fortaleza de su alma y su corazón, sencillos y guerreros, no cabían en el diminuto cuerpo de mujer que aparentaba la fragilidad de una rosa. Su rostro de facciones casi virginales, pero tostado por los implacables rayos que bañan las doradas arenas de este lado del mar, reflejaba una vida y un mundo plenos de esas contradicciones que son capaces de marcar el espíritu de un individuo, de un pueblo, o de una nación entera.

Sus cabellos oscuros como la noche, pero tan brillantes como si los acariciara un rayo de luna, se rebelaban traviesos ante el orden que imperaba en la época; semejantes al niño que gusta trepar a los árboles para conocer qué hay más allá del horizonte.

Los ojos azabaches como luceros fulgurantes, eran capaces de guiar a un pelotón entre la penumbra, brindándole la alegría y seguridad que necesitan sus integrantes. Los labios delgados y definidos, eran el marco perfecto de una pequeña boca que pronunciaba las más insospechadas palabras provenientes de mujer alguna.

El hecho de haber nacido allí donde nació, y precisamente en esa época de incertidumbre, lo hacía todo más inverosímil, convirtiendo a Josefa en lo que hoy es, a pesar de los cuestionamientos que ella aún se hace desde el lugar donde se encuentra.

Corría el año de 1791, y los verdes campos del hato Aguaque, ubicado entre el Picacho de Santa Ana y Pueblo Nuevo, contrastaban con la aridez de la Península de Paraguaná.

Doña Ignacia Talavera y su marido, don Miguel Camejo, despertaron sobresaltados por las fuertes contracciones experimentadas por la mujer durante la madrugada, y luego de varias horas de trabajo de parto, Josefa Venancia de la Encarnación, vio la luz por primera vez a principios de la tarde del 18 de mayo, rompiendo el silencio vespertino y despertando el trinar de los pájaros con su llanto de niña que grita a los cuatro vientos su llegada al mundo.

Desde su infancia fue habilidosa. Como todos los pequeños del campo, gustaba de correr entre los árboles y perseguir a los chivos y cabras que de vez en cuando se tropezaba por el camino. Con frecuencia trataba de domesticarlos para convertirlos en los soldados de un ejército que defendería la libertad de la naturaleza.

De espíritu audaz, la pequeña Josefa huía de las manos de su madre durante los paseos en familia y retaba al padre a vencerla en las carreras. Mientras en la noche, soñaba con alcanzar la cumbre del Cerro Santa Ana e iniciar, en las alturas, la construcción de una ciudad mágica repleta de la libertad de acción y pensamiento que los ciudadanos de la época tanto anhelaban.

Desde sus primeros pasos, la joven recibió una excelente educación, gracias a la buena posición económica y social de su familia. No con mucho agrado fue llevada a Coro a estudiar en el Colegio de las Salcedas; institución educativa donde las monjas le enseñarían todo lo necesario para ser una señorita de “bien”, madre, esposa y dama de intachable conducta.

Pero Josefa sabía que fuera de los altos muros del plantel, la vida le podía ofrecer mucho más que convertirse en una mujer sumisa y respetuosa de las normas que la sociedad le implantaba.

Tratando de desplegar sus alas y volar lejos de la jaula donde estudiaba, se alió con algunas compañeras de clase para cometer travesuras y divertirse con juegos que le permitieran recordar sus correteos por el campo.

- “Son cosas de niñas, no se moleste Sor María, ya aparecerán sus libros”.
- “Sor Elizabeth: hay que sacar a la lagartija de la biblioteca y encerrar en sus jaulas a los conejos que se están devorando el jardín”.
- “Recuerde Sor Carmela, cerrar con llave la puerta de la cocina para que Josefa, Luisa y Teresa no cambien el contenido de los frascos de especias”, repetía casi a diario la Madre Superiora.

Catalogada como “revoltosa”, la pequeña de ojos picarescos fue trasladada a Caracas a continuar estudios con las Monjas de la Concepción. Fue allí, mientras se deleitaba con la belleza del Ávila que tanto le hacía recordar la majestuosidad del Cerro Santa Ana, cuando escuchó hablar de los acontecimientos del 19 de abril y 5 de julio de 1811.

En ese momento, recordó escena por escena, el sueño recurrente de la conquista de su querido cerro paraguanero, y cómo ella, con sus manos infantiles e inocentes, colocaba las primeras piedras que conformarían la ciudad de anhelo. Por un instante, se trasladó imaginariamente hasta la cima del guardián de la península y se vio a sí misma liderando al ejército de personas que la ayudarían a conseguir su nuevo objetivo.

- “Eso es demasiado para una jovencita de su edad –opinaron los adultos que la rodeaban-, lo más conveniente es alejarla de las ideas revolucionarias de la sociedad caraqueña y enviarla a Mérida; allí se educará bien y no se llenará la cabeza de pensamientos incoherentes de lucha y libertad”.

Pero ni la tranquilidad del aire merideño, ni la pasividad de sus habitantes contagiaron el alma de la Camejo. Los años no hicieron que sus ideales republicanos y espíritu guerrero se apaciguaran. Al contrario, el ardor juvenil se manifestaba en cada una de las acciones, y su personalidad batalladora no era bien vista en la sociedad de entonces.

Desprecios, conflictos y juicios errados, formaban parte de la cotidianidad de Josefa, quien, de espíritu sensible, debía protegerse con una coraza.

Es así cuando huyendo de la maledicencia, se refugia en los llanos de Barinas, los cuales le devolvieron la libertad de acción y pensamiento que tanto clamaba.

Su tío materno, Mariano de Talavera, era el Vicario de la ciudad, y bajo su brazo protector alimentó los deseos de liberar la Provincia de Coro del yugo de las tropas realistas.

Josefa, ahora convertida en una hermosa joven, conservaba el brillo fulgurante de sus ojos azabaches y la astucia en la mirada y sonrisa, que la acompañarían hasta el fin de sus días.

Amante de la música y las artes, gustaba de los bailes celebrados en las casas de amplios corredores que poseían las familias amigas de su tío.

Fue precisamente durante uno de esos bailes, cuando conoció a Juan Nepomuceno Briceño Méndez, coronel barinés y Jefe de las Caballerías de Apure.

Su primera impresión no fue del todo grata, pues le pareció que era uno más de esos caballeros de sociedad que pregonaban la libertad de la república pero se rendían a los pies de la corona española. Fue Talavera, quien le habló sobre el llanero y sus innumerables virtudes, y quien tiempo después los casaría ante el altar de la catedral barinense.

Josefa, acostumbrada a vivir a su albedrío, escapando de las ataduras y limitaciones impuestas por la sociedad, juró durante su adolescencia no convertirse en una mujer servil, ni limitarse al claustro del hogar. Por tal razón, aunque había conocido a jóvenes caballeros que se habían interesado en ella, su belleza de mujer dominante los alejaba. A la vez, sus personalidades de hombres comunes no le atraían en lo absoluto.

Pero ahora se presentaba este extraño individuo de físico poco agraciado, de personalidad tan fuerte como la de ella, pensamientos revolucionarios y modales gentiles que contrastaban con el comportamiento del guerrero.
Ese hombre era capaz de mirarla a los ojos sin intimidarse, sintiéndose atraído por su avasallante personalidad y vitalidad femenina.

Cada vez que estaban cerca, ambos experimentaban la misma sensación: los latidos del corazón se aceleraban, les faltaba la respiración, sus ojos desprendían un extraño brillo, sus mejillas se sonrojaban y sus labios se hinchaban hasta el punto que sólo podían ser calmados con el roce de un beso.

Si estaban lejos, pensaba el uno en el otro y se soñaban paseando a caballo con entera libertad. Por eso, contando con la bendición de Dios, decidieron continuar el camino juntos y cumplir con la campaña militar por el llano venezolano.

Durante uno de esos recorridos por las sabanas, Josefa sintió malestar durante varios días, sobre todo en las mañanas. El diagnóstico del médico fue certero: estaba esperando un hijo.

Pese al deseo de continuar viajando con su marido, tuvo que guardar reposo en el hogar, acompañada de su madre. Sin embargo, se mantuvo al tanto de cuanto sucedía en la lucha independentista, y asistía –cuando le era posible- a las reuniones con los militares activos.

El nacimiento de un pequeño varón a quien llamó Wenceslao, colmó su vida de felicidad y la impulsó a combatir con mayor ahínco por la causa republicana. El niño era el fiel retrato de su madre, tan vivaz como ella durante su infancia. De adulto, –cuentan quienes lo conocieron- se convirtió en un insigne geólogo dedicado a la investigación en el área petrolera.

Ya daba sus primeros pasos Wenceslao, cuando el ejército realista emprendió la invasión territorial. En Barinas, la labor fue dirigida por el Comandante José Antonio Puy, quien iba dispuesto a todo, sin medir consecuencias.

En contraposición, la orden emitida por el ejército patriota comandado por el coronel Briceño Méndez y su esposa Josefa, fue la de emprender la retirada hacia San Carlos.

La angustia que reinaba en el ambiente, se sumaba a los disparos de fusiles de ambos ejércitos; situación que enmarcada en torrenciales lluvias que inundaban los caminos y hacían crecer los cauces de los ríos, resultaba aún más desesperante.

A bordo de botes, las familias de Barinas desalojaban la ciudad y cruzaban el río Santo Domingo corriendo el riesgo de sufrir algún accidente. El mismo riesgo que asumió doña Ignacia Talavera de Camejo, cuando en medio de un cruce de disparos y una fuerte lluvia, murió cuando el bote donde viajaba se volteó, sin poder ser rescatada por su hija. Este hecho se convirtió en un motivo más para que Josefa decidiera, a como de lugar, retirar las tropas realistas del territorio de la Gran Colombia.

Con el corazón lleno de rabia, pero también de amor por querer lograr la emancipación del suelo que la vio nacer, al llegar a San Carlos Josefa entabló junto con su esposo, una entrañable relación de amistad con el general Rafael Urdaneta, diseñando los tres, numerosas estrategias de guerra.

Reconocida por todos como una de las activistas más radicales de la causa patriota, la guerrera mujer fue perseguida en todos los sitios donde se residenciaba. Al dejar San Carlos, se refugió en Nueva Granada, y de allí se trasladó a Santa Fe de Bogotá, teniendo que disfrazarse de pordiosera para escapar con vida de sus enemigos.

Aprovechó la estancia en cada uno de esas ciudades, para conformar ejércitos de hombres que se sublevaban a sus órdenes y estaban prestos al enfrentamiento, con tal de lograr incorporar a la Provincia de Coro en la lucha emancipadora de la República de Colombia.

Trascurrían los primeros meses del año 1821, cuando llega a la península de Paraguaná el tío adorado de Josefa, con quien compartía los firmes ideales revolucionarios, valentía y amor patriota: el sacerdote Mariano de Talavera y Garcés.

Una vez radicado en la zona, emprende la labor que lo convertiría en un personaje de gran trascendencia para la historia de Coro y toda la península, misma que alcanzó cumplir contando con el apoyo, entre otras personas, de su sobrina.

Fue en esa misma época, cuando Josefa viaja a Maracaibo para acordar con el General Urdaneta todo lo concerniente a la proclamación que efectuaría en tierras paraguaneras, relativa a la integración de la provincia coriana en la batalla bolivariana, retando así al ejército y a los civiles leales al Rey Español.

Al tanto de la situación, el padre Talavera se dirige a Pueblo Nuevo en compañía del Teniente Juan Garcés Manzano, entablando relaciones con los habitantes de la región quienes estaban a favor del ejército patriota, comprometiéndose con acompañar a Josefa en el logro de la campaña.

A medida que pasaban los días, la expectativa se incrementaba tal como lo hacía el fervor del pueblo. A finales de abril regresa Josefa, a quien le informan que algún infiltrado delató el plan.

Llena de coraje y valentía, la mujer planifica junto con su esposo la toma de la casa de gobierno de Pueblo Nuevo. La noche del dos de mayo, Josefa no duerme, se encomienda a Dios, y le ruega la siga llenando de fortaleza para enfrentar la lucha que se avecina, se confiesa con su tío, y se reúne con los cuarenta hombres bajo su mando, girándoles las últimas instrucciones. Se retira a su habitación y permanece en vela el resto de la noche, esperando con ansias el amanecer del tres de mayo, fecha en la cual da el paso definitivo.

Días atrás había manifestado a su caballo de nombre “Redentor”, que debía contar con su apoyo para lograr el objetivo que se había trazado. Esa noche lo alimentó, le dio de beber y cepilló sus crines amorosamente, acicalándolo como si lo preparara para una celebración.

Redentor fue un regalo de su marido al ella cumplir los 29 años de edad, y lo fue entrenando poco a poco para ese momento que por fin había llegado. A diario lo montaba y le susurraba al oído palabras que sólo ellos dos comprendían.

Al llegar la madrugada del tres de mayo de 1821, partió desde Aguaque acompañada de su ejército y portando entre sus manos la bandera tricolor de la Gran Colombia. A caballo, el grupo libertador emprendió el camino hacia la victoria.

A su paso por Baraived y Miraca, los patriotas se enfrentan con pelotones realistas, quienes –como es natural- muestran resistencia, pero logran sortear los obstáculos luego de sumar durante el recorrido unos veinte aliados más, quienes le informaron que el Comandante José Francisco Petit partió de El Vínculo acompañado de un gran contingente de hombres.

Aún más fortalecidos, Josefa y sus soldados llegan a Pueblo Nuevo bajo el inclemente sol del mediodía, rápidamente se dirigen al cuartel donde está el Teniente patriota Segundo Primera y varios sub oficiales, saludándolo con un grito de: ¡Viva la Revolución!, pero el militar se muestra reacio a la campaña emprendida por la paraguanera.

Indignada ante el comportamiento para ella cobarde, lo mira fijamente a los ojos, sorprendiéndose el hombre con el par de luceros femeninos, los cuales emitían un brillo tan intenso que prácticamente se sintió hechizado; aceptando sin emitir palabra alguna que la Camejo le coloque la pistola sobre el pecho y le grite: “Si usted no procede, procederé yo. ¡Viva Colombia!”.

En ese instante llega el Comandante Petit liderando a unos doscientos hombres. El contingente armado, bajo las órdenes de Josefa, se dirige a la Casa del Cabildo, sede de las autoridades realistas. Mientras, el pueblo se encontraba reunido en la plaza central celebrando con gran alegría el triunfo inminente del ejército patriota. No había más nada que hacer, una parte de los representantes del gobierno español huyó y el resto se entregó…

Lo demás es historia, y un árbol de cují es testigo de lo ocurrido…

----------------------------------------------------------------------------------------------------------
Siglos después, Josefa continúa luchando; su caballo “Redentor” es fiel compañero de sus hazañas; ahora millones de hombres y mujeres la siguen en su batalla. Hizo realidad parte de su sueño infantil: conquistó la cumbre del Cerro Santa Ana, pero no ha podido culminar la construcción de la sociedad ideal…le faltan muchas piedras.

- “Es verdad. Sí sé cómo llegué aquí. Por un momento lo olvidé, pero volvió a mi memoria. De vez en cuando me ocurre eso. Luego de tantos años es difícil recordar, pero yo rememoraré mi pasado si tú me ayudas. Hoy sólo me queda disfrutar con Luisa de las vivencias de la época; de las melodías interpretadas por Teresa y de los hermosos textos de su amiga del mismo nombre”.

No hay comentarios: