jueves, 1 de noviembre de 2007

La culpa es de la vaca

Aunque este artículo se titule de la misma manera que el conocido libro de autoayuda, no voy a referirme a él propiamente, sino a un hecho que me ocurrió hace pocos días pero que tiene como protagonista al texto de historias y anécdotas en cuestión.
Debo confesar que pese a las múltiples recomendaciones de colegas, familiares y amigos, y a las acostumbradas lecturas de índole reflexivo que realizan mis compañeros de clase en la Upel, no he logrado sentirme atraída por los textos del gurú brasileño Paulo Coelho, ni por los muy vendidos ¿Quién se ha llevado mi queso? o “La culpa es de la vaca”, entre los tantos libros denominados de “autoayuda”.
Sin embargo, me inclino por los escritos por Renny Yagosesky y deliro por las revistas españolas “Psicología práctica”, “Vivir feliz” y “Vivir mejor”, las cuales tratan temas de interés general como relaciones de pareja, superación personal, alimentación balanceada, ejercicios, belleza, bienestar físico y mental, pero basándose en estudios científicos y entrevistas a especialistas en la materia.
A Paulo Coelho lo conocí por los textos que publica la revista “Todo en domingo” que circula con el diario El Nacional, pero para mi gusto, tanta espiritualidad llega a rayar en lo cursi. A pesar de esto, no crean que estoy hecha de una coraza impenetrable, al contrario, suelo ser muy abierta a todo tipo de información, pero por ello no dejé de asombrarme cuando recibí un obsequio inesperado.
En el local de comida ubicado en el Mercado de Punto Fijo donde compro los periódicos antes de ocupar el autobús con destino a Coro, el señor que amablemente siempre me atiende
–grandote él, robusto y de apariencia un poco tosca- además del cambio correspondiente, me regaló unas fotocopias de algunas de las historias publicadas en el libro “La culpa es de la vaca”, afirmándome que le agradan este tipo de lecturas y que suele obsequiarle varios de estos relatos a sus clientes.
“El regalo furtivo”; “La felicidad escondida”; “Dar y perder la vida” y “El árbol de problemas”, conforman los textos que me entregó Arturo. Y sí, es cierto, disfruté la lectura, pero no por lo edulcorado de sus historias, sino por quien me los regaló. Alguien con quien apenas he cruzado unos “buenos días” pero que me demostró que no podemos juzgar a las personas por su apariencia física o por el trabajo que desempeñan. Luego descubrí que es el dueño del local y que personalmente lo atiende desde antes del amanecer hasta las primeras horas de la noche.
Esta anécdota se las conté a mis alumnos de Lenguaje y Comunicación durante una clase en la que analizábamos las barreras que pueden existir en el proceso comunicacional, entre las cuales se encuentran el estatus y los prejuicios. Allí concluimos que el ser humano tiende a ser prejuicioso y a medir el valor de las personas por la ropa que usan, su color de piel, su posición económica, el cargo que tienen, su religión, edad, raza o inclinación política, olvidando que los individuos somos más que unos zapatos de marca reconocida, joyas, tarjetas de crédito, celular de última tecnología o traje de diseñador. Cuando en realidad somos una fusión de alma y mente, siendo esto lo que debe prevalecer en las relaciones humanas que se establecen gracias al acto comunicativo.
Por eso, la próxima vez que se tope con la señora que limpia los baños en su oficina, con el vigilante del edificio o con el que vende café en la esquina, sonríale y trátelo con amabilidad, seguro tiene algo valioso que decirle, ¿y por qué no? puede hacerle un regalo sorpresivo como el que me dio Arturo.

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