jueves, 1 de noviembre de 2007

La ciudad (y II)

Tal vez era influencia de los políticos, de la tecnología, de la televisión, de los medios impresos, de las películas, de los videojuegos, de los padres, de los hermanos, de los maestros o de los amigos -aún no se ha determinado la causa- pero los niños de esa ciudad ya no eran como los infantes que aún se conseguían en otras ciudades del país y del mundo.
Ya no reían y jugaban con inocencia, maravillándose de cada elemento que descubrían en su entorno. No se bañaban en la lluvia, no jugaban con las pelotas o al escondite, no saltaban la cuerda, ni leían cuentos repletos de imágenes de princesas, lobos, dragones o naves espaciales.
No. Se habían convertido en seres irreconocibles, aislados del mundo que los rodeaba, permaneciendo conectados a una máquina que, según los expertos, representaba una ventana al conocimiento, siempre y cuando tuviera la cuenta del servicio al día.
Además, cada pequeño tenía un aparato telefónico portátil que, por supuesto, debía ser de última generación, permitiéndole tomar fotografías, grabar videos, y almacenar su música favorita, la cual –aparentemente- estaba dedicada al mejor amigo del hombre, porque constantemente hacía referencia al “perreo”, y quien no estaba en “onda”, se convertía en el centro de las burlas de sus compañeros.
Los que estudiaban, ya no se sentían seguros en los colegios ni liceos, pues podían ser víctimas de personas inescrupulosas que los grababan o fotografiaban, sugiriéndoles cometer actos propios de las personas mayores y que sólo un adulto, con la madurez que debe caracterizarlo, es capaz de hacer conscientemente.
Esos niños y niñas, que ya no eran tales, se estaban convirtiendo en seres grises, sus almas estaban siendo arrastradas por la vorágine de la ciudad. Iban perdiendo su capacidad de asombro y ya no querían disfrutar de la naturaleza jugando al aire libre.
Pero es que tampoco había dónde hacerlo. Con el tiempo, la ciudad se transformaba en una mole de concreto. Los gobernantes construían parques y los inauguraban con bombos y platillos, en medio de un espectáculo de fuegos artificiales; pero apenas contaban con unas pocas plantas y arbolitos de aspecto lánguido, que en vez de crecer, iban extinguiéndose con el paso de los días, pese al exorbitante monto de dinero invertido.
Esos parques “familiares” que pretendían enrumbar a la ciudad hacia una verdadera “metrópoli” (según la campaña informativa del gobierno) carecían de juegos infantiles. No existían toboganes, ruedas, estructuras para escalar, balancines, sillas para columpiarse, áreas para jugar fútbol o béisbol, ni donde la familia en pleno pudiera pasar la tarde disfrutando de la alegría de permanecer unida.
Por donde se mirara surgían nuevas edificaciones, todas ellas con fines comerciales, que evidenciaban el carácter mercantilista de sus inversores y dueños, dejando claro su bajo nivel de respeto, responsabilidad y compromiso hacia las comunidades.
Los colores brillantes, los paisajismos, los lugares recreativos, el amor por la naturaleza y la sensibilidad social parecían ser sepultados por los constructores de la ciudad.
De seguir así, tal como lo afirmaba uno de los ancianos fundadores de esas tierras y quien pronto cumpliría 106 años de vida, los habitantes de la zona empezarían a morir poco después de nacer, con un cuerpo físico que poblaría la región, pero huérfanos de la esencia humana que impregna cada milímetro del universo y nos convierte en seres perennes para quienes nos amaron.
Si con el transcurrir del tiempo la situación no cambiaba, todos la conocerían como una ciudad perdida, triste, desolada…prácticamente sin alma, mientras que sus gobernantes (definitivamente muertos en vida) continuarían realizando lo que sólo ellos saben hacer mejor que nadie.

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